Todo empezó con un mensaje que nos decía : NO VENGÁIS EN COCHE, LOCOS.

Ahí descubrimos que existía la posibilidad de tomar una carretera que corría el riesgo de desaparecer o la de dejar el coche en un embarcadero y tomar un bote que en una hora nos dejaba en Corcovado. Vamos, de dos a infinitas horas de trayecto ganadas, así que tomamos la vía fluvial.

Desembarcamos cual soldados en Normandía (aconsejamos calzado anfibio para esta travesía y especialmente para el desembarco), con nuestros petates al hombro y no tardamos en dar con nuestro trocito de paraíso: Cabinas Pacheco (con una versión barata de mochileros al lado del restaurante Paraíso). Y es que aún nada ha superado esta puesta de Sol:
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Empezamos con la impaciencia de un niño que abre un regalo: Isla del Caño. Dos inmersiones frías pero interesantes, solo nosotros buceando y una visibilidad que podía haber sido mejor. Muchos tiburones de aleta de punta blanca, morenas del tamaño de una lavadora y peces varios con alguna tortuga despistada.
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Volvimos a nuestro hogar para descubrir que no solo teníamos un privilegiado balcón a bahía Drake sino que lo compartíamos con varios animalices locales : iguanas y aves, sobre todo. Para el día siguiente teníamos la esperada visita a Corcovado (90€ la travesía, la visita guiada y el almuerzo) y habría que madrugar…
A las seis nos recogieron en el mismo lugar donde te dejan los botes que vienen del continente. La travesía se hace en mar abierto y el bote pega unos brincos sobrenaturales. En vano buscamos rastros de ballenas, no las veríamos en Costa Rica. Al cabo de una hora larga, desembarcamos (de nuevo, calzado anfibio recomendado) y comenzamos a explorar con nuestro fenomenal guía (de cuyo nombre no conseguimos acordarnos), que se reía cada vez que se me escapaba un taco (aquí “decir tacos” se dice “riputiar”).
Después de horas recorriendo el parque y asombrándonos a cada paso, llegamos al área de descanso para descubrir que solo habíamos visto un 1% del parque (solo los investigadores tienen acceso al resto).

¿Qué aprendimos?
el “anoli” es una lagartija que infla su cuello anaranjado para pavonearse
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la araña “hilo de oro” produce el hilo más resistente hallado en la madre naturaleza
las termitas son comestibles y saben a nueces y queso azul.
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Una enredadera comestible con sabor a ajo.


¿Que vimos?
Un oso hormiguero encaramado a un tronco y poniéndose fino a hormigas
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Un tapir que más que la siesta debía estar hibernando a cielo abierto. ¡Que bicho tan tremendamente grande!
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Un caimán a apenas 10 metros se distancia (o más…)
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Volvimos a ver higueras estranguladoras, esta vez de un tamaño casi dinosaurico.
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¿monetes? Todos menos los aulladores
Tucanes, pavos reales endémicos y un sinfín de aves que no alcanzaríamos enumerar.

No vimos perezosos pero y’a habíamos visto varios en Manuel Antonio, así que ni tan mal.


Y con la ilusión de cruzarnos con alguna ballena en el camino de vuelta al embarcadero, le dijimos adiós a la bahía Drake y nos preparamos para cruzar el país y ¡llegar al Caribe!
El camino de regreso nos llevó por uno de los puntos más altos de la Panamericana, en el Parque Nacional de Quetzales.
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NO, no vimos ninguno. Pero nos hinchamos a colibrís, colibríes, colobrises… jeje
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Llamaron nuestra atención las señales de precaución “animales salvajes” que declinaban cada especie : caimanes, tapires, jabalíes, iguanas, pumas… Afortunadamente, solo vimos las señales y no hubo que lamentar ningún choque con la madre naturaleza. Los camiones de Chiquita Banana nos acompañaron hasta Limón y a partir de allí la costa del Caribe nos dio la bienvenida.
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Siguiendo las recomendaciones de José Miguel, buscamos un lugar donde dormir en Puero Viejo. El pueblo es ahora muy turístico pero aún se ve algún jipi de verdad. Las playas eran laaaaaaaargas y está lleno de albergues, hoteles y restaurantes. Hay un parque cerca de Limón, llamado Cahuita. El acceso se hace por la playa y se paga la voluntad. Pero si quieres hacer snorkel te clavan una pasta… total, que no hicimos, nos dedicamos a pasear y hacer la foca hasta que empezó a llover.

Más allá Puerto Viejo está el último parque antes de Panamá: el Manzanillo. A falta de una visita en toda regla, José Miguel nos brindó la oportunidad de pasar una noche dentro del parque. En su juventud, José Miguel aprovechó y adquirió varias hectáreas de selva donde construyó poco a poco un refugio que quiso compartir con nosotros.
Las imágenes hablarán por sí mismas y nosotros nunca podremos agradecerle lo suficiente este regalo de despedida.
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Costó mucho abandonar aquel paraíso y volver a San José.